I. Estado y Terror: el Camino Oscuro a la Criptarquía (El Caso Norteamericano)
Para la mente desapasionada que observa, bien con el ojo inquisitivo del investigador, o con el ojo curioso pero desapegado de un hipotético observador extraterrestre, estos últimos veinte años de política mundial resultan extremadamente instructivos… aunque no cabe duda de que el misántropo encontrará en ellos nuevos y abrumadores motivos para despreciar a la humanidad.
El periodo al que me refiero se inaugura con la Era Gorbachov, un momento de grandes esperanzas para el ser humano, no sólo porque señalaba el fin de la Guerra Fría con todo lo que ésta implicaba, y por el desmantelamiento incruento de cada encastillada porción del Telón de Acero, sino sobre todo porque el mundo vio alzarse ante sus ojos a una figura política en la que —increíblemente— podía creer. En Mijaíl Sergueyevich —fueran cuales fuesen, en última instancia, sus errores de cálculo— pudimos creer porque, a diferencia de todos los políticos del presente y del pasado reciente o remoto, no lo movió ni el hambre voraz de poder ni ningún sentido de grandeza mesiánica, sino la autoimpuesta misión de desmantelar, precisamente, la estructura de poder que lo sustentaba y cuya obsoleta supervivencia se había convertido en una poderosa limitación para los de dentro y un poderoso peligro para los de fuera. Quizás no haya existido otro político de repercusión mundial semejante a Gorbachov desde Oliver Cromwell, que se vio obligado una y otra vez a pasar por encima del Parlamento y a disolverlo por decreto o por la fuerza de las armas para preservar las libertades civiles y religiosas conseguidas durante la guerra civil inglesa: el único caso histórico de un dictador que se ha erigido en defensor de las libertades civiles frente a las diversas Asambleas Legislativas que él mismo trató de establecer para exención de sus propias funciones gubernativas.
Gorbachov, sin embargo, no podía jugar la baza cromwelliana; no podía desmantelar convincentemente la dictadura soviética sin recanalizar gran parte de su poder absoluto hacia nuevos, variados y relativamente autónomos centros de gobierno. Y es aquí donde, no sólo el escenario político soviético, sino también el de Occidente, ofrecieron uno de los espectáculos más detestables que pudieran imaginarse, clausurando aquella era de grandes esperanzas con una danza macabra de egoísmos homicidas: los nuevos o viejos dirigentes de las Repúblicas, aunque era imposible ignorar el coste humano y las inevitables guerras a corto o largo plazo que provocaría su estrategia segregacionista, reavivaron sentimientos nacionalistas para alzarse ellos mismos al poder absoluto de nuevas e independientes satrapías en la cresta de la ola de la paranoia popular; los políticos oportunistas, mediocres y advenedizos dentro de la Federación Rusa aprovecharon la turbulencia del momento para desprestigiar a los líderes del Cambio y lograr su propia cuota de poder en alas de su ebria y envenenada demagogia; los líderes occidentales contemplaron pasiva e hipócritamente el hundimiento del Titán que había sido motivo de las peores pesadillas capitalistas durante los últimos setenta años de historia, mientras consolaban con limosnas y buenas palabras al moribundo Coloso, que, fueran cuales fueran los defectos de su senilidad, había dado al mundo una gran lección política durante sus setenta años de vida y sus cinco de agonía, y merecía, no una muerte por desmembramiento y consunción, sino un Renacimiento.
Destaco estas dos tragedias, no porque sean las más dolorosas del presente, ni las más importantes, ni las más sangrientas, sino porque son mundialmente los dos espejos más conspicuos en los que puede contemplarse el hombre globalizado del siglo xxi. La responsabilidad de las mismas no se circunscribe a la caterva de mandatarios que las ordenaron y siguen orquestándolas, ni a las hordas militares que las ejecutan, sino que por los sutiles canales y las indirectas rutas de las sinapsis anímicas que interconectan este gran organismo planetario humano, alcanza a todo hombre y toda mujer individuales, a cada agente moral. Nosotros somos los que elegimos (o dejamos que elijan otros) a unos políticos que, en el mejor de los casos, son honestos burros y, en el peor, son los Yeltsin y los Bush y los Aznar de nuestra era: nombres éstos que dicen más que cualquier otro (des)calificativo, por insultante y nauseabundo que sea. Nosotros somos los que con una falta de criterio casi militante y vocacional dejamos que nuestros gobernantes y administradores nos hipnoticen con los juegos malabares de su ilusionismo político, haciéndonos caer en un estado de satisfecha modorra civil. Nosotros somos los que, por acción u omisión, compromiso o inacción, permitimos que perduren en el seno de la vida humana las semillas de nuestra propia sujeción y estancamiento: un ingenuo anhelo de paternalismo por parte de los poderes del Estado y una fe pueril en su capacidad para resolver nuestras dificultades; una acrítica aceptación y lerda repetición de las consignas propagandísticas de los políticos, sus proclamas nacionalistas y toda la cháchara insubstancial con la que intentan enmascarar su patológica necesidad de protagonismo; una confianza tan anticuada como injustificada en la razón y una ceguera atroz para descubrir nuevos caminos ascendentes y mesetas evolutivas del Ser Humano; una humillante resignación a no ser más de lo que somos o un patético hedonismo satisfecho con su condición; un conformismo de autómatas a ser gobernados, dirigidos, manipulados, hechizados, casados, reproducidos, explotados y enterrados por la sociedad; una ignominiosa servidumbre emocional y esclavizante posesividad entre padres, hijos, cónyuges, amigos, amantes, en un permanente drama de recíproca antropofagia vital… En definitiva, una incapacidad borreguil para la independencia, la autonomía individual y la singularidad personal.
”De esta dicotomía entre lo que colectivamente somos y lo que podríamos llegar a ser surgen las dos vías posibles que, en ausencia de una hecatombre todavía mayor (y no del todo indeseable, dadas las circunstancias), tiene ante sí el modo de vida democrático de las actuales sociedades de Occidente: una de ellas conduce a lo que llamaré la criptarquía, o dictadura invisible; la otra, a lo que desde ahora me referiré como pantarquía, o el gobierno ejercido por la totalidad.
A pesar de que la mentalidad ingenua sea incapaz de verlo, o de que la mentalidad satisfecha se empecine en su cívico sopor para ignorarlo, el modo de vida democrático en esas sociedades que se consideran en la actualidad la cima de su expresión no crece pletórico de salud invulnerable, sino que sobrevive precariamente, en ocasiones dando incluso signos de prematura decrepitud. El espejismo de su vigor (cuando no lo rompe el ruido de las bombas o el descaro de la falacia política) proviene, por una parte, de unos cuantos e innegables logros capitalistas envueltos en un exceso de oropel y, por la otra, de un relativo pero importante avance, durante los últimos cincuenta años, en el terreno de las libertades civiles. En efecto, el modo de vida democrático occidental ha demostrado, cuando menos, una juvenil permeabilidad al abrirse a procesos (todavía, desde luego, imperfectos e inconclusos) como el de la liberación de la mujer y su equiparación al hombre, el respeto racial, una mayor tolerancia ideológica y religiosa, y la (demasiado lenta) reivindicación de las minorías de todo orden como ciudadanos de pleno derecho. Sin embargo, cuando apenas empiezan a cosecharse aquí y allá los primeros frutos de estos avances, se vuelve perceptible ya la fragilidad del sistema de libertades.
La fragilidad del sistema es endógena, no proviene de los enquistamientos de totalitarismo ancestral en África, Oriente Medio y Asia, como en ocasiones se pretende hacernos creer. Es endógena porque radica en la propia ciudadanía: una ciudadanía que es extremadamente vulnerable al pánico colectivo, extremadamente vulnerable a la hipnosis mediática e ilusionismo político, y que mayoritariamente ha vuelto la espalda a los interrogantes fundamentales sobre su propio ser, identidad y finalidad esperando con fe supersticiosa que la ciencia se los resuelva, o acostumbrándose con empecinamiento animal a vivir sin más respuestas existenciales que las que puede absorber del entorno con espontánea ósmosis.
No es que el miedo de la ciudadanía carezca de justificación. La misma tecnología que propicia la vida satisfecha de los privilegiados del globo terráqueo se convierte en un peligro demasiado real en manos de los “enemigos del Sistema”. Hoy en día, la posibilidad de que un grupo terrorista aniquile cualquier capital importante por medio de una explosión nuclear, o que destape el tubo de ensayo que contiene el último y preciado logro vírico concebido para la guerra bacteriológica, ya no son pesadillescas especulaciones cienciaficcionales: son cosas perfectamente dentro del horizonte de lo posible. Éstos y otros terrores los hemos visto usados en Norteamérica por el gobierno neoconservador para el recorte de libertades civiles: recorte al que siempre está dispuesta una ciudadanía asustada, como la que dejó la estela en llamas del 11S neoyorquino. La misma tecnología que sirve para facilitar la vida y puede volverse en su contra para aniquilarla da un nuevo giro, aquí pues, y se convierte en el medio omnipresente para controlarla, encerrando a la ciudadanía en una vasta jaula electrónica en la que sus inquilinos se hallan permanentemente monitorizados. En este punto, Estado protector y Terror dejan de ser los enemigos que aparentan para actuar como estrechos colaboradores en la construcción de una sociedad hipercontrolada: cuanto mayor la amenaza, más pánico la ciudadanía y más consiente —o pide incluso a gritos— medios de control. Pero, para que esta estrategia funcione realmente, la amenaza ha de percibirse como real: de ahí que una guerra —preferiblemente contra un enemigo que represente la otredad cultural y racial, reforzando así la bondad de la propia raza y cultura— sea un evento deseable para el Estado (pro/pre)criptárquico; como también lo es para él que, de cuando en cuando, el Terror consiga eludir a los servicios de seguridad y sacrificar a unos centenares de inocentes en un espectacular atentado de pavorosa repercusión mediática.
Una ciudadanía en estado de amenaza permanente acaba por convertirse en un organismo paranoico, una psique colectiva en que los filtros normalmente contrapuestos por el criterio racional a todo tipo de ideas peregrinas, supervivientes de eras pasadas, entran en colapso: el organismo se vuelve entonces permeable a influjos y consignas que en periodos más serenos rechazaría espontánea e instantáneamente como demenciales anacronismos. Jerry Falwell, por ejemplo, pastor de la Thomas Road Baptist Church, en un programa televisivo (The 700 Club) poco después del atentado del 11S contra las Torres Gemelas culpó del mismo a la depravación moral que “paganos, proabortistas, feministas, gays y lesbianas” esta(ba)n llevando a la sociedad norteamericana. Sus declaraciones no desataron un progrom contra estos colectivos, como ocurría en la Edad Media contra los judíos cuando azotaba la plaga, y el mismo Falwell tuvo que acudir a la prestidigitación retórica para convencer al público de que “donde dijo digo dijo Diego”; pero son un índice del tipo de ideas peregrinas que sí harían mella en una sociedad más permeabilizada bajo la acción conjunta de Estado y Terror.
El programa sempiterno de las fuerzas ultraconservadoras —que Falwell representa tan apropiadamente— es el de una sociedad piramidal en el que una raza privilegiada (la blanca) soporta a un género privilegiado (el masculino), que a su vez sostiene a una clase de capitalistas privilegiados, de los que surge una élite de mandatarios intocables que querrían organizar el mundo en torno a ese eje de privilegios. Además, se constituyen en cúspide y fuente de la que emana una ideología políticoreligiosa para fines de control colectivo, castración de la iniciativa individual y de la capacidad crítica, estricta parcelación social y reducción del universo intelectual a unas pocas categorías simples, inflexiblemente demarcadas e indiscutibles. Su programa surge de una visión del mundo prerromántica, prerrenacentista incluso, que se rebela fanáticamente contra esa característica que hace del modo de vida occidental —a pesar de todos sus errores, limitaciones y contradicciones— el más libre que ha sido capaz de artificiar el ser humano: una característica que no existe en las teocracias islámicas u orientales, que no tiene sitio en las hipercristalizadas dictaduras comunistas y a cuya necesidad no han emergido todavía las sociedades tribales tradicionales: una característica de maleabilidad, de capacidad asimilativa e integradora de todos esos elementos ajenos al modelo original, que se ven forzados a existir míseramente en los arrabales civiles, jurídicos, morales e incluso físicos de la sociedad; una característica de adaptación a nuevos modelos de complejidad creciente; una actitud crítica y de relativa independencia, en definitiva, frente al lastre de la tradición.
Característica ésta que surge de un diseño del “individuo” y de un respeto programático por la singularidad humana que es renacentista y, sobre todo, protestante… aunque, en última instancia, los credos, como los organismos vivos, son susceptibles de enfermedad y el fundamentalismo acaba por reaparecer en todos ellos como la patología mental y doctrinal que es. Llamo “programático” a ese respeto por la singularidad porque empieza, no como asumida práctica social, sino sólo como un ideal en las mentes de algunos pensadores individuales y en las cartas fundacionales derivadas de ciertos procesos revolucionarios.
Ahora bien, lo programático aquí no asegura la inmediata puesta en práctica del ideal en todo su alcance y dimensión, sino que se limita a abrir una vía —en ocasiones ardua y angosta— al cambio social. Una vía que comienza por la alteración de los habitos de pensamiento colectivos, alcanza luego las leyes y va calando poco a poco después en el tejido social: es una vía de entrenamiento en la complejidad: en un modelo de mundo más complicado y diverso, y que, por tanto, empieza por percibirse con vértigo, como algo anárquico y peligroso. Para abolir la esclavitud hizo falta elaborar un concepto de humanidad que incluyera al “bárbaro” y al “indio” y al “negro”; para abolir totalmente el racismo deberemos redefinir la idea de humanidad… además de desarrollar el puro gusto por la diversidad cromática. Para equiparar la mujer al hombre han tenido que revisarse cada uno de estos dos conceptos… el proceso continúa. Para integrar a las minorías sexuales han tenido que desmantelarse aspectos fundamentales de la moral judeocristiana, así como de la pseudomedicina y pseudopsicología, que tradujeron las viejas descalificaciones morales a novedosas patologías… y el proceso sólo acaba de empezar.
Sólo estos tres procesos —e inacabados como están— han transformado poderosamente la sociedad occidental en los últimos decenios. La liberación de la mujer ha cambiado, en su funcionamiento y duración, el modelo framiliar, cuyo principio de autoridad empezó a desmoronarse tras la Segunda Guerra Mundial, cuando generación tras generación de padres se mostraron incapaces de explicar a sus hijos satisfactoriamente el mundo al que los habían traído, carecieron de fuerza moral (salvo casos aislados) para imponerles nada y, en requerimiento de su amor sumiso, invocaron sin cesar el absurdo principio de la generosidad que implica dar la vida… como si pudiera llamarse generoso para con sus hijos quien es la causa directa de todas sus necesidades, actuales y concebibles. La integración de las minorías sexuales supondrá el fin de la hegemonía del modelo familiar tradicional y la “epifanía” y normalización de muchas formas de relación y vida en común que ni siquiera tendrán por qué cargar con el apelativo de “familiares” (del latín famulus, “siervo”). La superación de los prejuicios racistas y culturales reemergentes, en este momento de vendavalescas migraciones humanas —unida a la formación de estructuras políticas supranacionales—, remodelarán por completo esa supervivencia tribal que es el sentido de identidad nacional: no exterminará las culturas, pero romperá la relación unívoca entre individuo y sensibilidad nacional; hará al sujeto humano multicultural y multinacional, del mismo modo que la transgresión de los géneros amenaza con hacerlo supragenérico. Por si todo esto fuera poco, el individuo reclama además el derecho a una sexualidad no reproductiva (aborto), el derecho a terminar dignamente la vida (eutanasia), el derecho a “fotocopiarse” (clonación) y etcétera, etcétera, etcétera…
Si para los progresistas el debate de la libertad no ha hecho más que empezar, para los fundamentalistas de Occidente nuestra sociedad (que para ellos siempre ha sido la sinecdoque de Mundo) nunca ha estado tan al borde del abismo, nunca ha sido tan claramente un satánico Pandemonium. Sin embargo, la civilización no ha asistido en vano (¿o sí?) al nacimiento, desarrollo y colapso de los totalitarismos occidentales del siglo xx; razón por la cual el programa ultraconservador al que hemos aludido más arriba no puede mostrarse en toda su infame desnudez, sino debe disfrazarse de democracia benigna: en parte protectora y tutelar, cuando se trata de controlar a la ciudadanía, retringir sus ideas, iniciativas y movimientos; y en parte defensora de los derechos individuales, que es su modo de justificar la insolidaridad económica, el espacio —jurídico y de todo otro orden— ofrecido a las oligarquías y la violencia dentro y fuera de la nación. Sólo su arrogancia milenaria pone en peligro la máscara. Por ello, entre la criptarquía y las tecnodictaduras que podemos llegar a padecer existe sólo una diferencia de matiz, una fina capa de maquillaje en el rostro de este monstruoso travesti político.
El camino oscuro a la criptarquía resulta, como ya hemos avanzado, de una estrecha colaboración entre Estado y Terror; colaboración que no nace necesariamente de una conspiración organizada entre estos dos enemigos aparentes, sino que deriva primariamente de su natural simbiosis. El Estado criptárquico es un cuerpo infectado de fundamentalismo. A la pregunta de ¿cómo es posible que las sociedades democráticas del siglo xxi permitan el acceso y permanencia de elementos ultraconservadores a los puestos de máximo poder? nos responde la sociedad norteamericana del último lustro: primero, mediante el obstruccionismo jurídico a los gobernantes más progesistas y el ataque personal frenético a los mismos hasta su absoluta descalificación; después, mediante un uso bien calculado del miedo colectivo, el ilusionismo político, la censura mediática y leyes —como la USA Patriot Act— que dan al Estado un poder prácticamente omnímodo para investigar a la ciudadanía y hasta inmiscuirse en los aspectos más recónditos de la vida de las gentes.
El miedo colectivo tiene como fin mantener a la masa, por así decirlo, en un estado de “excitabilidad”. La masa representa el mínimo común denominador de la inteligencia humana, así como el asiento de los más arraigados hábitos de pensamiento y conductas ancestrales: es, por así decirlo, un gran cerebro mal interconectado, mal protegido frente a la irrupción de las pasiones y, que en las nieblas de su ofuscación, tiende a decisiones drásticas y precipitadas. Por ello, si el ala fundamentalista logra mantener a esa masa en un cierto estado de respuesta rápida —gracias a la estrategia, por ejemplo, de esgrimir permanentemente en el trasfondo de la consciencia colectiva una amenaza de catástrofe en suspenso— podrá excitarla, moverla y canalizarla (quizá) a su antojo a fin de dar súbitos giros a la derecha que parecerán, no impuestos desde arriba, sino exigidos por la base popular. En periodos más serenos, las decisiones de trascendencia política dependen más del debate y la aritmética de las reflexiones individuales; pero en los periodos de turbulencia, el barullo y la precipitación generales no permiten oír ni dan tiempo a meditar el alcance de las decisiones tomadas. La referida USA Patriot Act es un ejemplo de ello.
El ilusionismo político no es exclusivo de fundamentalistas, fanáticos y ultraconservadores, desde luego: es la práctica común. Éstos únicamente lo emplean en proporción mayor. Hay un ilusionismo de cifras, posible porque la ciudadanía en general tiene comportamiento de hipocondríaco frente a ellas y necesita oír que la salud económica de la sociedad es buena, que el número de muertos en las carreteras los fines de semana desciende, que los robos y los homicidios decrecen en las ciudades, que los casos de violencia doméstica tienden a reducirse… como si al gobierno le importasen realmente esos casos individuales en lugar de lo que las cifras (convenientemente manipuladas y relacionadas con un paquete de leyes inútiles) dicen: que su política es buena, que el partido hace las cosas bien y merece la reelección. Hay un ilusionismo de imagen, posible porque la ciudadanía en general quiere buenas narrativas de sus dirigentes —comedias con final feliz, tragedias que la exciten a compasión, o épicas que la enardezcan—, narrativas que justifiquen el hecho de que sean esos seres especiales, y no el vulgo, los que ocupan los puestos de poder. Hay ilusionismos creados por una repetición tan constante e inagotable en los medios de una consigna o ilusorio acontencimiento que la ciudadanía acaba por aceptarlos como la verdad (Mighty Wurlitzer llama la CIA a esta estrategia). Hay ilusionismos producidos como verdaderos guiones cinematográficos, que resultan de organizar diversos eventos políticos, originalmente inconexos, en la forma de una secuencia narrativa que favorezca la imagen de un dirigente o que justifique una decisión impopular (la conexión de Iraq con Al Qaeda constituye un ejemplo reciente). Y hay, en fin, un ilusionismo sistémico que hace aparecer esta sociedad como un marco ordenado de relaciones, cuando en realidad es una jungla donde auténticos tiranosaurios económicos (“legales” y “criminales”) se devoran entre sí, compran partidos políticos, imponen presidentes, desangran países enteros y dejan a las personas, en general, en la paz de su inconsciencia privada porque son demasiado pequeñas incluso para tropezar con ellas.
La censura mediática, finalmente, es doble: allí donde se pueda invocar la excusa de la seguridad nacional (y en las situaciones de amenaza permanente como las descritas es fácil hacerlo) se recurre a los filtros, restricciones y penas de viejo cuño, calificando a los críticos de “terroristas”; en todo lo demás, se acude a una generalizada presión fantasmal que se hace sentir a los informadores, de manera que sean éstos quienes se censuren a sí mismos bajo el temor de ser desacreditados o perder sus puestos de trabajo.
En última instancia, lo que se consigue mediante esta triple estrategia de excitabilidad popular, ilusionismo político y censura, es la impunidad de una familia política especialmente corrupta dentro de la ya de por sí corruptible y corrompida especie política: impunidad para la promoción de sus intereses privados, de clase y de sector (que en un marco como el descrito es fundamentalmente el armamentístico y toda su periferia industrial) desde la posición privilegiada que les ofrecen los más elevados puestos de poder; impunidad para neutralizar o exterminar a sus críticos y enemigos; impunidad para blindarse en el interior de un modelo social que es un búnker en lo ideológico y una pirámide teocráticopolítica en la estructura del poder; impunidad para relegar una parte substancial de la ciudadanía a los arrabales civiles, jurídicos, morales y físicos citados… y quién sabe, acaso con la esperanza de que un día no lejano esa turba “infrahumana” de sujetos regresivos les sea útil para un experimento social (como las reservas indias en su momento), correccional o incluso biológico. Su éxito dependerá en parte del grado de colaboración del Terror y, sobre todo, de la inconsciencia de la masa y la indiferencia de la ciudadanía.
Pero, mientras se producen sus avances en el conspicuo escenario norteamericano precipitado hacia las próximas elecciones presidenciales, para esa mente desapasionada que observa —como sugerimos al principio— bien con el ojo inquisitivo del investigador, o con el ojo curioso pero desapegado de un hipotético observador extraterrestre, el experimento social lo son ellos mismos… aunque es bien probable que el misántropo encuentre al final en su resultado nuevos y abrumadores motivos para despreciar a la humanidad.