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Veinticinco años después del estreno de Blade Runner llega la noticia de que Ridley Scott, su director, está rodando nuevas escenas para una versión extendida de la película y puliendo algunas incoherencias del metraje original: larga vida y fecunda gestación para un film que en su día no fue bien recibido ni por la crítica, ni por el público en general.

Pauline Kael, la papisa de la crítica cinematográfica neoyorquina del momento, cuya perspicacia interpretativa queda bien expuesta en el desprecio con que recibió primero 2001 Una Odisea en el Espacio y después Blade Runner, llegó a sugerir que la película estaba hecha no por humanos, sino por replicantes que nunca pasarían el test de madurez emocional, el VoightKampff, que sirve en la narración para identificar a los androides. Pero, en general, tampoco el público adicto a la ciencia ficción, perdonó a Blade Runner su aparente —o no tan aparente— pesimismo, su oscuridad, su existencialismo complejo. Harrison Ford, recordémoslo, creaba en aquel tiempo expectativas del tipo de ciencia ficción fresca, festiva y pirotécnica que habíamos visto ya en las dos primeras entregas de Star Wars. Un cuarto de siglo después, sin embargo, pese a todas las Paulines desde sus tribunas arrogantes y a los que no perdonan a la ciencia ficción que tenga preocupaciones metafísicas, a los que la querrían como un género meramente efectista y trepidante, Blade Runner está considerada como una de las grandes obras cinematográficas de todos los tiempos.

Al igual que Frankenstein, y al igual que el Paraíso Perdido antes que él, Blade Runner es un texto complejo que da cuerpo (y alma) a la gran pregunta, el gran desafío y el gran reproche que el ser creado está destinado, antes o después a lo largo del desarrollo de su consciencia autónoma, a arrojarle a su Creador: “¿Por qué, con qué derecho me has creado? Y puestos a crearme, ¿por qué me has hecho tan perecible, imperfecto y vulnerable en medio de un mundo hostil?”

En la película, este interrogante cobra vida en la célebre escena en que Roy, el líder de los nexus 6, llega hasta su diseñador genético, el todopoderoso Tyrell, afortalado en su pirámide. Pocos ignoran ya lo que ocurre entonces y el modo en que la criatura mata a su creador. Menos popular es sin embargo el hecho de que, originalmente, en el guión de David Peoples, tras asesinar a este Tyrell, Roy le ordenaba a J. F. Sebastian que le llevase al verdadero Tyrell. Ambos personajes ascendían entonces a otro nivel de la pirámide, en cuyo espacio, al estilo de una cámara mortuoria entre egipcia e hipertecnológica, se hallaba la cápsula que contenía al genio de la genética en suspensión criostática. Sebastian explicaba a Roy que aquél se había hibernado a sí mismo en espera de una cura para la enfermedad mortal que padecía y, al exigirle el replicante que lo despertase, J.F. acababa confesando haberlo matado tiempo atrás sin pretenderlo al manipular erróneamente la cápsula. Era entonces cuando Roy destrozaba (explicablemente, a diferencia de lo que ocurre en las versiones conocidas de la película) a Sebastian.

De haberse incorporado al film, habría sido una escena hermosa en lo visual y sugerente en lo conceptual, sobre todo porque habría dado un sentido más definitivo aun a la primera frase que Roy le lanza a Tyrell: “No es cosa fácil encontrarte con tu hacedor”. El cadáver de Tyrell en suspensión criostática evocaría al dios oculto, silencioso, abstraído de su creación o, con mayor pesimismo todavía, al dios muerto de Nietzsche. ¿Recuperará Scott esta idea ahora que rueda de nuevo para Blade Runner? Probablemente no, pero la escena en sí permanece, latente y sugestiva, débilmente unida a la mitología de Blade Runner como los falsos recuerdos del replicante.

ABC: 25-06-2007: